20 de diciembre de 1992, Bombonera. El ambiente se palpitaba tenso, ansioso. En una Bombonera rebosante, el hincha de Boca esperaba el momento en el que los jugadores ingresen y cumplan su rol. Se vivía el nerviosismo. Y es que, en ese partido, se definía el campeón.
A Boca le alcanzaba con un empate para consagrarse después de 11 años sin haber gritado campeón. Era el Torneo Apertura del año correspondiente, y el Xeneize se enfrentaba a San Martín de Tucumán con el afán de al menos sacar un empate y sacarse la mufa de encima. Los bosteros que concurrieron a la cancha se sentían al borde del paro cardíaco. Sabían lo que estaba en juego.
El recibimiento al equipo fue caótico. Las gargantas de aquellos miles que asistieron al encuentro no gritaban; rugían. Y, una vez el árbitro pitó el silbato para dar inicio al juego, el aliento por parte del hincha fue inexorable. Llegó el 1-0 por parte del conjunto tucumano, con gol de Ricardo Solbes, y aún así, la hinchada xeneize seguía incondicional con su aliento. Y los jugadores replicaron en la cancha.
En el segundo tiempo, Benetti metió el 1-1 desatando una locura indescriptible en las tribunas. Las millones de pieles que observaban el partido por tele se erizaron. Y fue entonces cuando el árbitro dio por finalizado el encuentro. Y la hinchada... Para qué hablar, ¿no? Fue inexplicable. Todo ser humano que se encontraba en el estadio se colgó al alambrado. Gritó su locura, con un ímpetu que uno se preguntaría de dónde sacó. Pero el hincha de Boca lo entiende. Después de una década y un año, Boca fue campeón.
Lágrimas, sonrisas, gritos. El delirio del hincha, que convive con sentimientos indescriptibles a lo largo de la semana, que se van tensando con la cuenta regresiva que determina el momento de volver a apreciar a su Boca querido, fue excepcional. Los jugadores de Boca se les arrimaron para gritar con ellos la alegría que embargaba al pueblo boquense. Éstos se colgaron del alambrado, junto a los hinchas. Y en toda esa locura, fue cuando el alambrado cedió.
Los hinchas cayeron a la cancha, y los policías se acercaron rápidamente. Pero el hincha no tenía ganas de insultarlos, el hincha no tenía ganas de armar quilombo; el hincha tenía ganas de festejar. Los jugadores se cubrieron bajo el arco, y desde allí festejaron junto a ellos. El pueblo de Boca era feliz. El alambrado, un pedazo de alambre que no pudo hacer nada con la locura de miles, yacía inútil en el suelo, en tanto que los cientos de hinchas que cayeron sobre él les agradecían a los jugadores.
Algunos hinchas invadieron la cancha y abrazaron los jugadores. De los que estaban colgados del alambrado, Giuntini fue el que más la sufrió: su ojo era un baño de sangre. Aún así, en tanto venían los de primeros auxilios y lo llevaban en la camilla, el jugador levantó la mano haciendo entender que estaba bien. Era un caos. La locura, plasmada en la realidad de lo cotidiano. Los hinchas, que quedaron aún colgados del alambrado pero que fueron amortiguados por el travesaño del arco, seguían gritando desde allí. Los jugadores se refugiaban bajo el arco y festejaban con ellos.
Este fue el día en el que lo que es Boca quedó referenciado con claridad. Situaciones extremas, que sobrepasan cualquier acto de humanidad. La locura de Boca no tiembla ante nada. Lo maravilloso, lo que uno no puede explicar. Eso es Boca. Y todo el mundo lo sabe.
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